sábado, 24 de septiembre de 2011

Camila

vestía sus heridas con carmín bermellón. “Con más vida que el rojo” decía mientras recorría sus cicatrices, hábito que se prolongaba más allá de tres octubres. Primero las yemas de sus dedos redescubrían el rastro de aquellas balas que pasaron rozando y posteriormente bordeaban, siempre en sentido circular, las marcas de aquellas que hicieron de su cuerpo diana. Entraba así en un estado de embriaguez de los sentidos que veía su fin en el llanto y en el grito agudo. Tras esto cerraba los ojos y tras acompasar su latir, trazaba sobre el epicentro de la angustia una línea con su lápiz de labios. Decía que así fortalecía su espíritu al tiempo que emulaba a aquellas tribus indígenas que no conocen el término rendirse. Esta costumbre inherente ya a todo despertar tenía nombre: reconocimiento del miedo. Sin embargo, el remedio… ni ella misma lo intuía.

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