lunes, 14 de enero de 2013

Yo quería un nombre propio

Había una cuerda y sus piernas caducas se ventilaban en cambio de estación. Yo llegué en Otoño, y la vestí de hojas rayadas y usadas, que no escritas. Otros lo hicieron con papel fotográfico o tejidos aguados cuando tocaba hibernar. Y es que allí, las cuerdas se exprimían en arte o/e ingenio. Eso se aprende a la fuerza. La misma que utilizabas para hacer de tres cojines un colchón, La Terquedad de la Sábana Bajera (I), o para cerrar la ventana cuando la nevera sumaba cuatro bolsas cayendo tras la repisa. Y para fuerza, la fuerza que se gastaba el clavo que hubiese salvado al queso azul de su vertiginosa caída. Y es que se crece de golpe, si hay hambres y ausencias. Cómo echar de menos a una nevera (9º Edición). Y para echar de menos, mejor en compañía. Y para vivir, mejor sumando el con. Porque la 220 desde un principio se regodeó en cifra par, y vaya si acertó. Llegó tarde Noviembre, pero llegó. Y se deshizo en maletas tan rápido que me creció una hermana pequeña en el colchón contiguo en lo que tarda en morir un pestañeo. Y, ahora, este cuarto sufre de orfandad fraternal; y no, no es geografía. Son los apéndices que te nacen en las puntas de los dedos, en el costado izquierdo o en la caída desde el ombligo. Las extremidades que se  suman y te agarran. Porque ¡qué absurdo eso de las dos patas y los dos brazos, si somos raíz y sed! A tiempo se te agarrotó la bandera de la independencia al cuerpo y contra el suelo de narices te golpeó la excusa de la autodeterminación. Que sí, que cargas mochila, pero asómate al balcón del cierre; que hasta dejaste cepa en un saco de dormir con vistas al mar. Y, vaya, si hay historia. Y con ella se calzó el bolígrafo y echó a andar. Y se llenaron de ayeres las páginas que no escribiste y te asediaron, de cantidad que no de modo, fotografías y sobres que te rehicieron en idiomas, en distancias y en imágenes. Y es que ya es invierno y la cuerda, hoy barroca, te recuerda que el plural te ha crecido por dentro. Y que tal vez sea hora de hacerle frente; que ya tienes veintiuno, joder.





martes, 8 de enero de 2013

La receta de su felicidad

No escribe.
Abriría el gas antes del último verso.
O se iría a mitad de página,
como cuando le toca tender sus miedos
en terrazas ajenas.
Y es que no sabe de coladas.
¿Para qué baldas, si hay mochila?
Y tampoco enciende velas
porque sabe que se acolcharía sin soplar,
cuando el somier hablase en par.
Tal vez,
se dejaría dormir si juegan de a tres.
Se despediría al cuarto asalto
y se abandonaría a la esquina tras el séptimo.
Volvería a la carga
en cualquier bar
a grito de cerveza.
Y un amanecer más el resto del rímel,
bañado en salitre a partir de las seis,
la encontraría vestida
y sin ropa,
y con otro nombre.
Nunca se desnudó cuando la caricia se perdía allí,
en la cuna del espasmo.
Y es que su piel,
recorrida en geografías y rostros,
se abrigaba en miedos a golpe de colchón.
Y ni escribe.
Ni pregunta.
Porque en Palestina no se gastan suelas
y ella tiene siete pares
y todos de tacón.
Pero no sonríe,
como sí lo hace el televisor.
Por ello,
hoy comprará el octavo
y pedirá un gintonic en el pub.
Así, supone,
"Será mejor".