martes, 8 de enero de 2013

La receta de su felicidad

No escribe.
Abriría el gas antes del último verso.
O se iría a mitad de página,
como cuando le toca tender sus miedos
en terrazas ajenas.
Y es que no sabe de coladas.
¿Para qué baldas, si hay mochila?
Y tampoco enciende velas
porque sabe que se acolcharía sin soplar,
cuando el somier hablase en par.
Tal vez,
se dejaría dormir si juegan de a tres.
Se despediría al cuarto asalto
y se abandonaría a la esquina tras el séptimo.
Volvería a la carga
en cualquier bar
a grito de cerveza.
Y un amanecer más el resto del rímel,
bañado en salitre a partir de las seis,
la encontraría vestida
y sin ropa,
y con otro nombre.
Nunca se desnudó cuando la caricia se perdía allí,
en la cuna del espasmo.
Y es que su piel,
recorrida en geografías y rostros,
se abrigaba en miedos a golpe de colchón.
Y ni escribe.
Ni pregunta.
Porque en Palestina no se gastan suelas
y ella tiene siete pares
y todos de tacón.
Pero no sonríe,
como sí lo hace el televisor.
Por ello,
hoy comprará el octavo
y pedirá un gintonic en el pub.
Así, supone,
"Será mejor".

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